Domingo 18 de abril del 2010
Árabes en el Perú
La presencia árabe en el país empieza con la llegada de los conquistadores españoles y se hace más visible con la inmigración de ciudadanos de Palestina, Líbano y Siria a tierras americanas a fines del siglo XIX. El libro “La huella árabe en el Perú” (Fondo Editorial del Congreso) destaca la influencia que su presencia ha tenido en nuestra cultura.
Por Raúl Mendoza
Francisco Pizarro tenía ancestros árabes y también Diego de Almagro, el otro socio de la Conquista del Perú, según el historiador Antonio del Busto. Es decir, la presencia árabe en el Perú empieza desde el momento en que los españoles pusieron pie en estas tierras. Y si bien hubo algunos más entre los que llegaron a buscar fortuna –Nicolás de Ribera “El Viejo”, primer alcalde de Lima, por ejemplo– esta presencia inicial no ha podido ser documentada al detalle porque en la época cualquiera que descendiera de árabes se cambiaba el apellido por uno hispano.
No obstante, su presencia se afirmó con la llegada, consumada la Conquista, de esclavos moriscos. El historiador Nelson Manrique precisa: las esclavas moriscas llegaron en una proporción de 5 a 1 sobre sus pares varones, para servir como amas de llaves o concubinas de españoles. “Es a partir de esta asimilación de las esclavas moriscas convertidas, por oposición al indígena, en españolas, que la herencia árabe se va a extender sobre el conjunto de la sociedad virreinal”, afirma.
Una morisca que logró un estatus importante en estas épocas fue Beatriz de Salcedo, concubina y luego esposa de un funcionario español. Fue la primera mujer de sangre árabe que atravesó los Andes, estuvo en Cajamarca cuando se ejecutó a Atahualpa y años después vivió frente a la casa de Francisco Pizarro, en la calle Pescadería. El historiador Guillermo Lohmann le reconoce otros logros: introdujo el trigo en el Perú y fue la única encomendera morisca en América Latina.
El libro “La huella árabe en el Perú”, una compilación de artículos realizada por Leyla Bartet y Farid Kahat, recoge esta información y enfatiza que la influencia morisca fue tan grande en la Lima colonial que dos características que definieron la identidad de la ciudad tienen su huella: los balcones suspendidos sobre las calles con sus celosías que permitían ‘mirar sin ser visto’ –alta expresión del arte mudéjar– y las tapadas limeñas cuya presencia se mantuvo hasta comienzos del siglo XIX.
Leyla Bartet explica que “balcones como los limeños se pueden encontrar en ciudades como Marrakech o Fez, en Marruecos, aunque más pequeños”. Y sobre las tapadas señala que cubrirse el rostro en la calle tiene origen árabe “pero en los países islámicos se usa por pudor y aquí, al contrario, para hacer lo que no se podía a rostro descubierto”. Nuestra comida también tiene la mano morisca: las empanadas, los anticuchos, los estofados o guisos, el escabeche, y el uso de distintas especias para los aderezos.
La periodista Susana Bedoya señala en el mismo libro: “Es en los dulces donde mejor hemos conservado las tradiciones españolas de origen árabe”. Los moriscos trajeron los alfajores, el mil hojas, los higos verdes en almíbar y un clásico de los postres criollos como el picarón –que desciende de los buñuelos árabes–, algunas mazamorras y la miel. La presencia física morisca, según Lohmann, se borró en el siglo XVIII. Pero un siglo después llegaría una nueva oleada de ciudadanos árabes a América Latina, entre ellos el Perú.
Segundo tiempo
A fines del siglo XIX, a la caída del imperio Otomano, decenas de familias procedentes de Palestina y más tarde de Líbano y Siria llegaron al Perú. “Los primeros árabes se instalan en el sur andino, hacia 1885, tras atravesar el altiplano, cruzando el norte de Argentina y Bolivia. Desde un principio optaron por integrarse al país (…). Comerciantes, palestinos en su mayoría, fueron muy apreciados por sus clientes andinos, frecuentemente campesinos con los que acordaban largos plazos de pago. Introdujeron en el Perú el regateo”, señala el libro.
Así se fueron integrando al país. Eran en su mayoría agricultores, pero como aquí no podían comprar tierras se convirtieron en comerciantes ambulantes primero, comerciantes de tienda formal después y andando el tiempo abrieron fábricas vinculadas al rubro textil. “Los que llegaron eran cristianos y se adecuaron con cierta facilidad”, explica Leyla Bartet. En el Perú la gran mayoría de la inmigración árabe es palestina, y le siguen en número la comunidad libanesa y siria.
“De los árabes palestinos que se afincaron en Chile en 1880, un contingente prefirió seguir hasta el Perú. Saiid Sahurriyeh, de Belén, fue el primer ciudadano árabe en llegar aquí en 1885”, cuenta Leyla Bartet. La comunidad árabe se afincó tan rápidamente en el sur peruano que para 1920 de las 20 grandes compañías de Arequipa, cinco eran palestinas. ¿Cómo avanzaron? Su aspecto físico les permitió insertarse entre familias acomodadas de provincia, y quienes ya estaban asentados aquí ayudaban a venir a otros parientes.
“Medio siglo después de la llegada de los primeros inmigrantes, la integración de los palestinos a la sociedad peruana estaba bastante avanzada. Muchos adquirieron la nacionalidad peruana, la lengua árabe no se usaba luego de dos o tres generaciones y los matrimonios mixtos eran más frecuentes”, señala en el libro el sociólogo francés Denys Cuche. Más tarde crearían las primeras asociaciones de inmigrantes que les servirían de espacio de encuentro y, al mismo tiempo, empezarían a migrar a Lima desde otras ciudades del interior. En 1948, con la creación del estado israelí, otra nueva oleada llegaría, esta vez de mayoría musulmana.
Con el tiempo, los ciudadanos de origen árabe han tenido presencia en la vida nacional. El libro recoge testimonios gráficos y escritos de familias que llegaron hace décadas como los Abugattas, Matuk, Mohana, Simon, Chehade, Kahat, Yapur, Ode y otras más. “La bibliografía sobre la inmigración árabe en el Perú es casi inexistente. En parte porque a diferencia de la importancia numérica de la comunidad árabe en otros países (Brasil, Argentina y Chile), en el Perú fue relativamente reducida”, dice Bartet. En ese sentido “La huella árabe en el Perú” echa luces sobre una comunidad que ha contribuido de manera sustancial a ese país de tantas sangres que somos.
Pequeña comunidad
Actualmente en Brasil viven cerca de veinte millones de personas de origen árabe, en Argentina alrededor de dos millones y medio, mientras que en Chile hay cerca de 250 mil descendientes de árabes. Son las tres comunidades más grandes en América Latina. En el Perú y Bolivia se encontrarían las comunidades más pequeñas aunque, según Leyla Bartet, no se han hecho estudios prolijos al respecto. En nuestro país un club que reúne a los descendientes árabes es el Club Unión Árabe-Palestino. “Los inmigrantes mayores mantienen los vínculos por cuestiones sociales, mientras que entre los que llegaron tras la creación del Estado de Israel, está más presente la idea de la defensa del estado palestino”, señala Bartet.
Fuente:
http://www.larepublica.pe/domingo/14/02/2010/arabes-en-el-peru
Jueves 01 de abril del 2010
La vigencia de la utopía
El 26 de marzo de 1990 el cáncer se llevó al historiador Alberto Flores Galindo. Tenía 40 años y siete ensayos publicados. Sus textos sobre José Carlos Mariátegui, la Utopía andina, la República Aristocrática, entre otros, marcaron a más de una generación. Por su lucidez, por sus herejías y provocaciones, pero también por su prosa certera y vigorosa, la obra de Flores Galindo ha sido a lo largo de estos veinte años una invitación para repensar y reescribir la historia del país fuera de todo dogma y complacencia. Dos jóvenes historiadores de la PUCP lo recuerdan aquí.
Por José Ragas / Jorge Valdez (*)
Puede sonar inverosímil para un observador externo que revisa la abundante producción bibliográfica de Alberto Flores Galindo y ha escuchado de su constante trabajo académico, que el historiador más prometedor de su generación también haya sido un joven impetuoso, irresponsable y curioso, que llegó hasta Chile tirando dedo y que lamentó haber vendido su biblioteca para comprarse una motocicleta, la misma que luego estrellaría en un accidente.
Sucede que un error muy común en los homenajes es olvidar la dimensión humana del sujeto y, con ello, algunas características que también potencian al genio creativo. Alberto Flores Galindo no siempre fue el doctor en historia Alberto Flores Galindo. No siempre estuvo tras un escritorio, frente a un salón de clase o al lado de un grupo de expositores. Fue un amante del aire libre y de las reuniones con amigos, de esas en las que los temas centrales de conversación eran la política, la actualidad y el conocimiento. También fue un hombre de familia, de playa y de cine. Y en medio de todo eso, un investigador a tiempo completo que en el día leía, analizaba, discutía y enseñaba diversos aspectos de la historia del Perú desde un enfoque novedoso y original y que de noche leía a sus hijos las aventuras del profesor Lindenbrock, cual minero de Cerro de Pasco en su viaje al centro de la tierra.
El Flores Galindo historiador, por otro lado, fue uno de los pensadores y cientistas sociales cuyo legado no solo sigue vigente y en permanente debate en el Perú, sino cuyo prestigio se ha extendido al extranjero. En 2001, apareció en España una versión de sus ensayos por la editorial Crítica bajo el título de Rostros de la plebe. Fernand Braudel, uno de los más importantes historiadores del siglo XX, citó en su trilogía Civilización material, economía y capitalismo (ss. XVI-XVIII) uno de sus ensayos, el mismo que luego se convertiría en su tesis de doctorado y poco después en su libro Aristocracia y plebe. Lima, 1760-1830. Asimismo, este año se anuncia la aparición de la traducción al inglés de Buscando un Inca, considerada su obra más representativa. Y la Universidad de Wisconsin en EEUU tiene una cátedra que lleva su nombre, la cual ocupa actualmente el renombrado andinista Steve Stern.
Eso, por supuesto, no significa que su presencia al interior del país sea menos importante. Todo lo contrario: desde temprano Flores Galindo se convirtió en un dínamo humano, que incluyó no solo las labores propias del académico que escribe y da charlas, sino una dedicación y energía a la creación y promoción de espacios de encuentro y discusión, como lo sería Casa Sur. Directa o indirectamente, contribuyó a formar a una brillante generación de historiadores, que enfocarían sus investigaciones en temas sociales y extenderían su percepción de la historia como un compromiso con la sociedad, especialmente con el hombre de la calle.
De ahí su preocupación, como lo mencionaba en uno de sus primeros libros, por ir más allá de la crítica a la historia tradicional, y proponer alternativas de interpretación por más provisionales que estas fuesen. Este llamado al revisionismo historiográfico, es decir, a la utilización de nuevas fuentes, al análisis de nuevos sujetos y a la construcción de nuevos discursos marcaron la vida del académico, cuya erudición y rebeldía lo convirtieron en un francotirador o, en otras palabras, en un intelectual.
Según Edward Said, una de las tareas del intelectual consiste en el esfuerzo por romper los estereotipos y las categorías reduccionistas que tan claramente limitan el pensamiento y la comunicación humana. En ese sentido, Flores Galindo no se dejó atrapar por las amarras del dogma, por el silencio cómplice o por la comodidad del poder. Su acercamiento al conocimiento fue plural e interdisciplinario, a tal punto que disciplinas como la literatura, la psicología, la antropología o la economía aparecen en sus textos como instrumentos de una orquesta clásica, armónicos y complementarios. En una época en la que el Perú estaba inmerso en una espiral de violencia, “Tito” hizo un llamado por rescatar la defensa de los ideales, mientras fustigaba el silencio de unos y la complicidad de otros.
Él estuvo entre quienes más énfasis pusieron en considerar al Perú como una tarea colectiva; mejor aún, como un plebiscito diario, según la exquisita fórmula de Ernest Renan. Como pocos, hizo de la historia lo que debería volver a ser: una aventura, una experiencia vital. Y como tal, recorrió los escenarios del pasado, buscando respuestas a problemas de larga duración, especialmente en los años ochenta, cuando la desesperanza y la desilusión no parecían dejar espacio para las esperanzas o las utopías.
La suya fue una vida agónica, en el sentido que Miguel de Unamuno le imprimió al término: es decir, una vida de lucha constante. Poco antes de morir hizo un llamado por reencontrar la “dimensión utópica”, demostrando que los historiadores más lúcidos eran quienes tenían un pie en el pasado pero la mirada en el futuro. Aún en medio de la incertidumbre de la época en la que desarrolló su actividad académica, Flores Galindo supo encontrar y transmitir un optimismo en el país, incluso cuando tuvo que hacer frente a lo inevitable, como fue su lucha contra el cáncer. Veinte años después de su muerte, que sus escritos nos sigan inspirando, tal como lo han venido haciendo hasta ahora.
(*)Doctorando en la Universidad de California, Davis / Profesor del Departamento de Humanidades de la PUCP.Tomado de Punto Edu Web. Pontificia Universidad Católica del Perú
FUENTE
“Nos sentimos orgullosos de los incas pero no tanto de los indios”
¿La época colonial fue buena o mala? ¿Cuánto apoyo popular tuvo la causa de la Independencia? ¿Qué debemos rescatar de Alfonso Ugarte? Las respuestas correctas no son, probablemente, las que nos enseñaron en la escuela. El historiador Joseph Dager remueve este tema en un libro de reciente publicación que está despertando inusitado interés en medios académicos: “Historiografía y Nación en el Perú del siglo XIX” (PUCP, 2009). Según el autor, hay un conjunto de mitos y falacias que hoy es necesario revisar. Hay, advierte, historias que no provoca escuchar, que no generan orgullo, pero que es necesario volver sobre ellas porque solo es posible la reconciliación a partir de un pasado veraz.
Por Elizabeth Cavero
Fotos Rocío Orellana
El Perú nace como nación en 1821 y sin embargo hoy entendemos que la “historia del Perú” comienza antes de los incas. ¿Cómo se explica?
–Quizá podemos partir diciendo que el siglo XIX es un momento en el que la burguesía asciende al poder y construye un nuevo modelo político, el Estado-Nación. Este es un fenómeno mundial, que empieza en los Estados Unidos, en Europa y en Hispanoamérica. Lo que este modelo pretende, en primer lugar, es que los habitantes del Estado-Nación se reconozcan como miembros de una misma comunidad, con una misma cultura y sobre todo con un mismo pasado. Y, mientras más antigua era la nación, más legítima y con mayor derecho a autogobernarse.
–Entonces mientras los franceses buscaban sus raíces en los galos, los ingleses en los sajones, los alemanes en los germanos... los peruanos buscaban sus raíces en los incas.
–Sí, aunque no hay que olvidar que ya Garcilaso de la Vega y Guamán Poma (cronistas del siglo XVI) hablaban de los incas. La diferencia es que en el siglo XIX los que historian la antigua grandeza de los incas eran “criollos” o sus descendientes. Ellos “peruanizan” a los incas. Y tuvieron tanto éxito, que hoy seguimos considerando a los incas como peruanos.
–¿Esta construcción de nuestra historia nacional comienza en 1821?
–O bien a partir de 1824, con la derrota de las tropas realistas. Entonces, lo primero que se hace es crear símbolos distintivos: bandera, escudo e himno. Estos incorporan elementos andinos –como la quina y la vicuña– con los cuales las mayorías indígenas pudieran identificarse. De la misma forma, se necesitaba una historia común, una historia nacional. Esos historiadores no se inventaron una historia, la “confeccionaron” con insumos que estaban ahí y con su propia creatividad. La historiografía peruana fue una confección porque el elemento “creativo” y la historicidad del momento subrayaron o descuidaron un sinnúmero de aspectos, pero ello no debe asociarse con lo conscientemente “fraguado”.
–¿Por qué interesaba a la burguesía construir la nación?
–Para gobernar mejor. No se trataba de una nación democrática, ni igualitaria. Era una nación como se definía en el siglo XIX, en la cual el Estado contribuye a crear a los connacionales. La élite confecciona eso que llamamos “peruano” y trata de difundirlo. Lo que yo confirmo al analizar la obra de los historiadores del siglo XIX –como lo han hecho otros historiadores estudiando el pensamiento, las fortunas o las modas de la burguesía– es que sí existieron proyectos nacionales, sí hubo una experiencia burguesa. Digo esto porque durante mucho tiempo se ha repetido que el Perú no tuvo clase dirigente, sino clase dominante; que no hubo burguesía, sino oligarquía; y que esa élite no fue capaz de crear un proyecto nacional ni de ofrecer una imagen de conjunto del pasado peruano.
–¿Esa crítica abarca a los historiadores del siglo XIX?
–Sí. Alberto Flores Galindo sostenía que la historiografía (la producción histórica) nace en el siglo XX. Yo sostengo que ya desde antes, con Mariano Mendiburu, Mariano Felipe Paz-Soldán, Sebastián Lorente o Carlos Wiesse (historiadores del siglo XIX) el Perú estaba en la agenda ideológica. Si no había la intención de crear una nación, para qué crear una historia nacional.
–Entonces, ¿cuáles son los mayores aportes de los historiadores del siglo XIX a la nación?
–El mayor aporte de los historiadores del siglo XIX es haber integrado a los incas al Perú. El segundo gran aporte es haber ofrecido una comprensión general del pasado peruano y del Perú: país de antigua grandeza, tiene la esperanza de ser un país de futura grandeza. Lo que no comprendieron, ni los historiadores ni los políticos del siglo XIX, fue que el Perú es un país mestizo y diverso. Para ellos la diversidad fue un obstáculo y por eso trataron de homogeneizar culturalmente y de imponer su modelo de progreso.
Lugares comunes
–Existen lugares comunes en las críticas sobre el siglo XIX. Uno de ellos se refiere al despilfarro de la riqueza guanera. Sin embargo, usted nos dice que este dinero se usó también para financiar investigaciones históricas.
–Sí. Los historiadores debemos hacer un mea culpa porque hemos sido muy severos con el siglo XIX, hemos tratado de encontrar en el siglo XIX el origen de casi todos nuestros males, y nos hemos conformado con echarle la culpa: el siglo de la anarquía militar, del guano que se despilfarró y de la derrota con Chile. Pero perdemos de vista que, junto con eso, en el siglo XIX pudimos construir un Estado. Entonces, por ejemplo, siempre repetimos que más del 50% del dinero del guano se usó en pagar sueldos de empleados públicos. ¡Pero claro! ¡Si había que construir un Estado! Se usó para pagar maestros, jueces, prefectos que antes no existían. Con el dinero del guano se fomentó también la actividad intelectual, la producción de obras históricas. Ojalá el Estado de hoy lo hiciera.
–Estos historiadores del siglo XIX, sin embargo, tuvieron que enfrentar pronto el dilema de admirar a los incas, sintiendo a la vez desprecio por sus descendientes, los indígenas.
–En 1992, la historiadora Cecilia Méndez publicó un magnífico artículo titulado “Incas sí, indios no”. Ella afirma que es una característica del nacionalismo peruano del siglo XIX y del siglo XX decir yo siento orgullo por los incas, pero no tengo nada que ver con los indios. Méndez lo atribuye a que en el siglo XIX existió un nacionalismo criollo que no veía en ello una contradicción y que excluyó a la población andina.
–¿Coincide con ella?
–Coincido en mucho. Pero creo también que precisamente la admiración hacia los incas impidió que la población andina fuese excluida del proyecto nacional. Los historiadores del siglo XIX dijeron: estos indios, descendientes degenerados de los incas, tienen una historia que demuestra lo que podrían llegar a ser si nosotros los regeneramos, los educamos. Gracias a esto, los indios fueron incorporados a la nación, aunque en un lugar secundario como grupos subalternos.
–No era posible mandar a los indígenas a vivir en reducciones.
–No, aquí la población indígena era tan numerosa y tan presente en todo el territorio que no se le podía confinar, como se hizo en Chile o EEUU. Entonces, se pensó en traer migrantes europeos para “mejorar la raza”. Pero, ¡cuántos hubieran tenido que venir! Luego se opta por imponer a aquella población un modelo cultural, burgués y occidental, para homogeneizar. Por supuesto, más inteligente hubiera sido que la élite, la minoría, aprendiera quechua como idioma oficial. Pero eso lo decimos hoy, 200 años después.
–Durante el siglo XIX tuvimos dos enemigos: España y Chile. ¿Cómo se entiende que tengamos hacia esos dos países sentimientos tan diferentes?
–Es que son dos historias diferentes. A España le ganamos dos veces, en 1824 y 1866. Además, la herencia cultural es evidente y por la necesidad de una continuidad histórica, dada la admiración por el pasado incaico, no pudimos negar el estudio del pasado colonial y encontrar en ese periodo personajes admirables y, qué duda cabe, fuimos un Virreinato muy importante. En cambio, Chile nos venció y nos duele porque siempre entendimos su pasado como inferior al nuestro. Nos duele doblemente porque nos ocuparon por varios años. Nos duele triplemente porque no solo se llevaron trofeos de guerra, se llevaron también libros, pinturas, estatuas… Y, además, Chile aún niega que haya materias pendientes, y no es poco frecuente que algunos de sus políticos exhiban hacia el Perú eso que José Rodríguez Elizondo, intelectual y ex diplomático chileno, ha llamado con magnífica expresión una “soberbia extravagante”.
–Otro lugar común: ¿la Independencia fue una gesta nacional?
–No, hoy sabemos que la independencia no fue una gesta “popular”, fue un movimiento de la élite. Los historiadores del siglo XIX no lo comprendieron porque al estudiarla recurrieron a ciertos documentos, proclamas, que les hicieron pensar que la Independencia fue apoyada por las masas. Hoy sabemos que los indígenas, negros, mulatos, mestizos participaron, pero sin tener necesariamente conciencia de lo que estaba en juego.
Herencia que pesa
–¿Qué conservamos del siglo XIX?
–Yo creo que una de las malas herencias del siglo XIX es la comprensión de la guerra con Chile. Los historiadores peruanos del siglo XIX comprendieron bien los abusos y supieron denunciarlos. La obra de Paz-Soldán, escrita casi en los mismos años de la guerra, es de una precisión documental y solidez impresionantes. Pero le faltó explicar mejor cuál era la situación previa en el Perú, que favoreció los abusos de los chilenos. Esto es algo que agrega Basadre.
–Otro tema pendiente es la inclusión de la población indígena a la nación.
–Sí, yo creo que esa debe ser la discusión. Porque hoy sigue presente el racismo, una herencia de los historiadores y políticos del siglo XIX. En buena cuenta seguimos sintiéndonos orgullosos de los incas y no tan orgullosos de los indios. Y a diferencia de otros países, en el Perú eso implica una especie de esquizofrenia: admiro y rechazo a la misma persona, a nosotros mismos.
–¿Qué debemos hacer?
–No imponer un único modelo de desarrollo, ni dejar que una minoría –económica o étnica– nos imponga el suyo. Respetar la diversidad cultural, no concebirla como algo inferior y tratar de pensar el Perú con modelos multiculturales. Afortunadamente, el Perú hoy no es el mismo de hace 50 años. Claro, hoy existe Asia (el balneario), unos cuantos que no dejan entrar a sus playas a mucha gente. Pero ellos no son el Perú. Más representativo del Perú es, por ejemplo, el Grupo 5.
El ejemplo de Alfonso Ugarte
–¿Y seguimos necesitando héroes nacionales?
–Por supuesto. Como toda nación, seguimos necesitando héroes nacionales. Pero debemos repensar nuestra historia. Por ejemplo, hoy admiramos a Alfonso Ugarte “solo” porque no dejó caer la bandera peruana en manos de los chilenos. Tal vez fue cierto, pero en todo caso Alfonso Ugarte fue héroe por varias otras razones: tenía dinero y pudo irse, pero se quedó a luchar. Además, usó su fortuna para armar batallones. La historia del sacrificio fue publicada días después de ocurrido en el diario La Patria, pero los historiadores del siglo XIX no la incorporan. Los que sí lo hacen son los historiadores del siglo XX.
–Sincerar nuestra historia sería una meta interesante para el bicentenario.
–Ciertamente. Tenemos que preguntarnos sobre qué Perú vamos a seguir enseñando en las escuelas. Hoy ya no es una necesidad, como lo fue para los historiadores del siglo XIX, “olvidar” hechos incómodos del pasado en favor de la unión nacional. Ahora nos toca asumir nuestras verdades históricas, incluso las recientes, las que causan orgullo y las que preferiríamos no escuchar. Solo así podremos reconciliarnos y difundir un pasado veraz, al interior de una educación masiva de calidad. Es una deuda que aún tenemos.
Perfil
• Nombre: Joseph Dager Alva
• Edad: 39 años
• Lugar de nacimiento: Lima, Perú
• Estudios: Licenciado en Historia por la PUCP (1996), Doctor en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile (2008)
• Familia: casado con 2 hijos
• Cargo actual: Profesor del Departamento de Humanidades y de la Maestría en Historia de la PUCP.
• Otras publicaciones: Hipólito Unanue o el cambio en la continuidad (2000), Vida y obra de José Toribio Polo (2000), Conde de Superunda (1995); El Virrey Amat y su tiempo (codirector, 2004).
FUENTE:
http://www.larepublica.pe/archive/all/domingo/20100228/24/pagina/1558